2 de diciembre de 2008

Salsa boloñesa


La universidad española está enferma. En realidad no es un síntoma nuevo. Más bien tendríamos que hablar de un mal endémico que solo ha cambiado de patología con el tiempo, pero que sigue ahí.

Si nos retrotraemos al periodo democrático, el engorde de profesorado contratado (los famosos, por aquella época, PNN), la Ley de Reforma Universitaria y resto de leyes que han convertido, si no lo eran ya antes, a los departamentos universitarios en verdaderos reinos de taifas. Solo entraba el más pelota o el recomendado. Siempre hay un “candidato de la casa”.

De repente, unos sesudos señores de muchos países se reúnen en la bonita ciudad italiana de Bolonia y montan un tinglado llamado Espacio Europeo de Educación Superior (EEES). Y, por lo visto, quieren que las universidades europeas homologuen entre sí sus titulaciones y sus prácticas. Y ahí es donde verdaderamente comienza el conflicto.

Ahora los señores de Bolonia quieren que los docentes universitarios estén debidamente preparados, investiguen y trabajen, como pasa en buena parte de la Europa civilizada. Pero eso choca frontalmente con la situación actual de la universidad española, en la que los departamentos son camadas de colegas, la investigación es más formal que real y en la que los procedimientos docentes parecen heredados directamente de la más rancia escuela de la época franquista.

Pese al frenético intercambio de estudiantes, principalmente a través de programas como Erasmus, el sistema se ha sabido blindar para evitar que la mayoría de las influencias docentes procedentes del norte de Europa (y el norte de Europa, en este caso, comienza en los Pirineos), alcance su reflejo en la universidad española.

Hoy por hoy la universidad española está formada por funcionarios acomodados que, salvo honrosas excepciones (y las hay), solo están interesados en medrar por un puesto más elevado, que les dure una temporada y les suponga un mayor ingreso en su cuenta corriente. Pero, desde un punto de vista docente, la excelencia académica brilla por su ausencia. Entraron mediante un concurso preparado para su perfil y, como buenos trepas, no dudan en pisar a quienes les introdujeron con tal de subir peldaños en el escalafón jerárquico. Las clases son una mera excusa para justificar un inmerecido salario. La investigación, cuando la hay, suele ser el trabajo de los becarios, firmado por el doctor o catedrático de turno.

Y éste es el perfil de quien ahora busca oscuras excusas para defenderse de los principios de ese Espacio Europeo de Educación Superior. Se escudan en argumentos débiles e inconsistentes para cubrir sus carencias. Por eso no quieren lo que allí se postula; la mediocridad y la pereza no tienen espacio, pero en nuestra universidad campa por sus respetos.

Sé que hay excepciones. Pero son eso, excepciones.

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